Cuando esa madrugada de mayo tibio Martita rondó
las periferias de su departamento sospechó que lo bueno había pasado ya. Abrió
la puerta de golpe. Esperaba que su gato
la oyera entrar y prendió la lámpara que luminaba dos revistas y un volumen de
historietas sobre la mesa. Ni el minino negro la aturdió con maullidos, ni la luz
tenue le cegó las pupilas.
Hojeó semidesnuda las viñetas. Una cara expresiva
de tan triste le habló desde una página cualquiera de El Eternauta.
Hay ficciones irreales, piensa.
No, se contesta. Hay aficiones reales, se convence.
Había que verla. Allí. Sentada. Con la mirada perdida en las viñetas de la
vida.
Habría que haberla visto ayer. O tal vez antes,
años antes, cuando una noche su personaje (mejor no demos nombres, che) le leyó
en la mirada lo que ella quiso que le leyeran. La borra de la vida en una copa y las líneas
de los ojos en un cortado. Mala la leche y mala la vida.
Hay
que verla ahora desde la viñeta viviendo el fin del personaje al que le abrió
las hojas de par en par. Que le leyó la vida y del que nunca supo ni una
palabra. Porque, piensa Marta, ya no hace falta verla, ustedes leen en estos
ojos, eso que ya no duele.