Me gustaba como éramos, casi estaba resignado al peso de un futuro concreto, a esa cordial compañía del amor para siempre, del enamoramiento esporádico, improbable. Quizá incluso más que resignado: estaba dispuesto.
Pero ocurrió. Una noche escribí una mujer perfecta y no tuve más remedio que dejarte.
Te dije: «No es que vos no seas la adecuada», pero no te dije que quizá fueras lo más cerca que alguna vez iba a estar de ella y su perfección contigua. Ya había detonado un proceso irreversible, y no servía de nada saber que no existía, porque no existía pero tampoco era imposible: yo ya la había creado.
Me preguntaste cómo ocurrió y la verdad no sé. Fui deseándola de a poco, tamizándola en mi realidad ilusoria, buscando detalles de ella en vos y en cada una de las mujeres que me socorren. Fui esculpiéndola. Y después tus celos, como una lejanía, me fueron mostrando todo el espacio que te sobraba en mi acuarela de mujer perfecta.
«Te dejo porque quiero dejarte», te dije y empezaste con los adjetivos: infiel, impasible, negador absoluto y compulsivo; «Andá a perseguir las polleras que sobrevuelan a tu alrededor».
Y todavía yéndote: «Alguna vez te vas a dar cuenta de que ella no existe».
«No existís vos», pensé, porque te dejaba para eso: para condenarte a la inexistencia con la que la describías.
A ella, sí; a mi acuarela de mujer perfecta.