jueves, 31 de enero de 2013

Leonadios

                                                              Foto de @rizagara (Instagram)


por @DrBion


De las razones íntimas, sabemos poco. Sí sabemos que se sentó en la plaza, en el desconocido intersticio que hay entre invierno y primavera; que los zapatos de cuero no llevaban medias y que pretendía conjurar el tiempo y la razón. Ya había tenido emociones y había lidiado con ellas (sus vísceras que no sabían lo que era una metáfora daban testimonio).
Los primeros meses no despertó asombro en el barrio. Los abandonados apenas se movían más que él. Nadie lo vio alimentarse pero ya corría el absurdo de que devoraba hormigas. Los inquietos niños que se le acercaron no se maravillaron de su inmovilidad sino de su infinito sosiego. Alguno le habló y de él salió un tono grave y claro, pero sus labios siguieron firmes. Esas palabras se perdieron (o se falsearon), pero de ahí se infiere su propósito y su fin, libre de tribulaciones. Dicen que dijo, sí, dicen que dijo llamarse Leonadios.
La curiosidad sobrepasó al barrio. Entonces llegaron los psicólogos. Estirpe incapaz de pensar lo desconocido (y aún lo que escapa a la estadística), no quisieron dialogar sin pastillas y menos sin televisión (eran tiempos extraños: Crónica TV había desaparecido, Facundo Pastor perseguía chocolateros en los trenes). La gente insistió y ellos, ante la posibilidad del marketing, lo intentaron. No podemos decir que Leonadios se desanimó (había desdeñado los sentimientos), pero juzgó inoportuno seguir conversando con gente poco instruida. El barrio los echó pacíficamente.
Tenía los ojos ya negros y la barba lo tomaba por asalto. Algunos acamparon en la plaza, creyéndolo un ángel (o un mítico parrillero que ahora habita Alfa-Centauro). El respeto sólo era, para él, una idea; pero hubo quien creyó adivinar una deferencia hacia sus seguidores en sus sibilinas musitaciones. Uno le arrojó una piedra. La sangre demoró en brotar, no era azul ni roja, pero era a la vez azulirroja. Se formó una secta de aduladores inmediatos. En principio, pidieron su favor o, al menos, una palabra de aprobación. Enarbolaron una curiosa ley escrita y pretendieron que se tomara por Sagrada. Luego, la letra que explicaba la ley. Finalmente, una ley oral que se propagaba en guitarreadas. La puerilidad de sus fines no perturbó a Leonadios. Entonces, lograron que se les otorgara personería religiosa. Se limitaron a olvidarlo y a recolectar dinero.
Su pelo iba aclarándose cuando llegaron los literatos. Despreciaron el diálogo, para no contaminar al objeto- musa. Sin ideas, ensayaron citas que mostraron los alcances de la memoria de Onán. Un temerario garabateó la primera línea (según reconstrucciones, decía: «De las razones íntimas, sabemos poco»). Otro ejerció la crítica. No demoró un visionario en redactar la crítica de la crítica. Algunos agudos observaron que el verbo saber había sido usado por un escritor en un sitio de Internet (acompañado por la imagen de un pre- socrático de rasgos inciertos) y que el adjetivo íntimo dejaba demasiado al descubierto: la famélica línea del horror que (tal vez) anuda al Arte con la Realidad. Debatieron con rigor y propusieron la modificación de la línea en otra (a su juicio) insuperable: «De las razones íntimas, sabemos poco». El barrio, poco leído, no pudo comprenderlos. Salieron con las piedras.
Alguna vez llegó la policía. Dijeron haber recibido una denuncia sobre un masculino que alborotaba al público y se hacía llamar Dios. La gente ya había decidido cerrar la plaza. A los agentes los acomodaron como pudieron. Las carpas tapaban el verde. Nadie entra, nadie sale; anunciaron vecinos a quienes no les interesaba el misterio sino el orgullo de tenerlo. De entre todos eligieron a uno para que hablara con él. Confusos en la precaución quisieron prepararlo para el momento.  Lo dejaron ciego por temor a su mirada. Cuando llegó el equinoccio lo sentaron. El vocero trató de hablar.
Leonadios se puso de pie. Su pelo blanco ya era luz. La barbas penetraron los poros en camino regrediente. Lentamente fue desentendiéndose del mundo. La llama en sus ojos fue lo último que vieron. Dicen que se fue a la Razón (donde también está el Amor) que, dicen, es una idea.