miércoles, 31 de octubre de 2012

Algo así

Por Gemiliano

Te miro. Observo todos tus gestos mientras describís el viaje por París. 
A mí me gusta que me hables y yo poder mirarte. Porque me conecto con tu infinita energía y me lleno de vigor con tus palabras.
Me contás cada detalle del viaje. La inmensidad de la Torre Eiffel. Las comodidades del hotel donde estuviste alojada. Y algo de los negocios, claro. Presto atención porque me interesa. Porque realmente me interesa lo que te pasa. Y además, porque siempre fue así y ya no puedo cambiar eso.
Te observo concentrado.
Tu cálida mirada hace que las instalaciones del bar se aprecien menos frías.
Y yo sigo observándote mientras revuelvo el café. Pretendo tomarme el líquido ya frío de un solo sorbo. 
Gesticulás mucho. Me encanta. Siempre fue igual. Contás el paseo por la Costa Azul. Maravillada de ese nuevo paisaje  recién descubierto. Te escucho atento.
Después de tres cafés fríos y dulces nos levantamos. Te arrimo el saco a la espalda, te abro la puerta y nos retiramos. S'il vous plaît. Merci.
Seguís hablando de tu viaje. Caminamos despacito por Esmeralda mientras encendemos un cigarrillo. Nos reímos como tontos enamorados. Y recordamos el primer paso: Villa Gesell, verano del  ‘97. Allí, la vorágine por los viajes ya había comenzado.  
Intercalás recuerdos con las nuevas experiencias, siempre con ese toque de humor que te caracteriza.  Se te cristalizan los ojos de la emoción al recordar París. Y claro, entiendo que no es para menos.
Presto atención a cada paso tuyo por La Ciudad del Amor, mientras planeo mentalmente mi escapada a Cabo Polonio, para relajarme y olvidar —entre otras cosas— tu dulce mirada.


viernes, 26 de octubre de 2012

domingo, 21 de octubre de 2012

La caducidad del recuerdo

Por Juan Pablo

Las peores verdades son las irrefutables o, mejor dicho, aquellas por las que no podemos hacer nada y permanecen ahí; las que nos han visto nacer y nos verán morir invariables, suspendidas y eternas mientras lo finito nace, ocurre y finaliza. Quizás esa sea la pena que algún estamento divino les ha entregado para purgar, acaso, esa virtud.

El tiempo pasa. Los años lo acompañan y nosotros los vemos recorrer nuestro cuerpo. Crecemos y nos llenamos de marcas que nos lo recuerdan: las grietas que la piel gana en las comisuras de sus pliegues, los intersticios que se van completando y los vacíos que van haciéndose más amplios, los movimientos se van entorpeciendo como la tosquedad de la veta de la madera cuando le gana un poco la humedad. Aprendemos, maduramos y nos hacemos conscientes. Vivimos con la muerte como un factor inminente pero indefinido. Algunos encuentran en eso algo trágico, otros simplemente aspiran a ese momento buscando un poco de redención.

El tiempo que arruga los cuerpos también aja el recuerdo. Tal vez es una coincidencia que en este momento, mientras escribo estas líneas, suene en la lista de reproducción el Réquiem de Mozart. O tal vez no y en mi mente siempre haya estado presente. No sé, ya no sé qué es real y qué no; me es imposible determinar lo factible de lo deseado; lo transcurrido de la fantasía. No puedo afirmar, a ciencia cierta, si el aroma que asocio a tu pelo sea el tuyo o sea el de los malvones del vivero de la calle Baradero. No puedo acordarme si lo que charlamos esa última vez era tal como lo recuerdo o si sólo le puse alguna nota al pie a una escena que fue silencio y despedida. Creo, con una angustia rotunda, que la mayoría de las cosas que pienso las he volcado más desde un lugar literario y mágico que desde la realidad misma.

El tiempo ha ajado mi memoria y esta, quizás, sea la pena que yo mismo debo sostener. La lluvia que hoy veo probablemente la hayamos visto juntos, golpeando incesante sobre las hojas del limonero del patio, el que usa Luna como paraguas cada una de las veces que ocurre. Estoy convencido que este cielo ya lo vimos y hoy, tanto tiempo después, le otorgo a las nubes la misma y caprichosa forma que le supimos dar ese día de enero que seguramente tampoco ocurrió.

Mi condena no es cargar con la finitud de la vida sino con la caducidad de los recuerdos. Es probable que el vicio de escribir me haya convertido en un redactor de grandes anécdotas que no lo han sido tanto. Es probable. Lo real es que ya no te recuerdo tan claramente como quisiera. Sé tu nombre, la edad que tendrías, tu número de documento y hasta recuerdo el número de legajo que tenías en tu trabajo. La fecha en que te casaste y la fecha en que te fuiste. Pero las matemáticas no me ayudan a recordar el tenor de tus abrazos, la calidez de las palabras que lanzabas cuando me mirabas a los ojos, la duración de los momentos que pasamos mirando el ventilador mientras escuchabas conmigo algún partido de Talleres, las innumerables discusiones estériles que manteníamos aferrados a la excusa del temperamento; ya no recuerdo si las caricias en mi pelo las hacías con la mano derecha o con la izquierda o la tibieza que dejabas en la silla donde te sentabas; no recuerdo eso y tantas otras cosas más. Las nimiedades más absurdas que, a veces, son las más importantes. El tiempo pasa y el ayer apenas es una mera construcción narrativa que te enaltece más allá de lo que vos misma desearías, lo sé.

Y llega así este día y te recuerdo, con la triste convicción de que el resto del año lo hago cada vez menos o con menor intensidad. El tiempo me atraviesa la carne como un puñal de filo tramposo y quirúrgico que apenas alcanzo a percibir una vez al año, recién cuando veo el mango hacer tope contra mi esternón y me cargo de angustia y de culpa.

Las peores verdades son las irrefutables. El tiempo pasa y eventualmente moriremos, pero lo que vivimos nos va abandonando antes para que no olvidemos que tenemos fecha de vencimiento. Aprendí que esa pena es lo que debo cargar mientras viva, pero también aprendo cada día que la muerte se parece menos a la tragedia y más a la posible redención de tu abrazo. Entonces la espero sin miedo. Como el guerrero que cuida el bosque esperando que otro venga a matarlo para ocupar su lugar. Estoicamente. Sabiendo que el fin está cerca y que un nuevo comienzo, también.

jueves, 18 de octubre de 2012

La primera infidelidad

Pasó tres días eligiendo la ropa, los zapatos y el perfume que iba a usar ese día. Fue toda anticipación y adrenalina desde que la casualidad o tal vez, ¿por qué no?, la causalidad la reencontró con su exnovio de la secundaria.
Quiso la noche y sus misterios que se cruzaran en ese bar al que ella iba sábado por medio con sus amigas. Fue él quien la reconoció a pesar de estar tan distinta y se acercó con una sonrisa de genuina sorpresa.
Quién hubiera imaginado que aquel adolescente desgarbado y tímido se convertiría en este hombre alto, apuesto y de sonrisa perfecta que tenía frente a ella. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal cuando él la abrazó y pudo sentir su perfume y la firmeza de sus brazos alrededor de la cintura. Tuvo un déja vù que la trasladó a esa época en la que eran menos adultos pero más despreocupados de las reacciones físicas y químicas.
Y de pronto, en un instante, ambos fueron conscientes de cada milímetro del cuerpo de uno en contacto el otro. Ella pudo sentir sus tetas aplastadas sobre el pecho ancho y duro de él, los vientres pegados, las entrepiernas demasiado cerca. Notó que él tampoco era indiferente a la cercanía física y se soltaron con torpeza. Hablaron un rato largo de sus vidas y sus circunstancias actuales.
Ella habló de su estable convivencia en pareja que ya llevaba varios años y sus planes en común. Él le contó de su soltería eterna, los viajes y sus ganas de abandonar por un tiempo la vida nómade. Entretanto se miraban, se exploraban midiéndose y descubriéndose. El tiempo los había cambiado y eran, de algún modo, dos extraños.
Las amigas de ella miraban a distancia prudencial riéndose y especulando.
Se despidieron a desgana pero acordaron verse pronto. Intercambiaron sus números telefónicos, un último abrazo formal y cada uno acabó la noche por separado.
Sin embargo en los días subsiguientes no pudo dejar de pensarlo. Se sentía un poco culpable. Varias veces despertó a mitad de la noche con la piel hormigueando ahí donde había estado en contacto con él. Sonreía a oscuras en la cama que compartía con su compañero de hastío .
Nunca antes se había planteado a sí misma la posibilidad de ser infiel, de fijarse en otro hombre y desear físicamente a alguien más. Hasta ese momento siempre pensó que estar con alguien, en pareja,  la mantenía al margen de ese tipo de tentaciones. Que tenía todo lo que una mujer necesitaba y que estaba completa.  De pronto la realidad la sorprendió de forma nada sutil considerando seriamente la fantasía de llegar compartir la intimidad con alguien más.
Una corriente de adrenalina la recorrió de pies a cabeza y le erizó la piel. Se imaginaba planeando excusas, pequeñas mentiras y alteraciones de la rutina y la agenda para programar un encuentro furtivo. Y lo más emocionante de todo era que había logrado transformar la incipiente culpa y el malestar en euforia y audacia.

Una mañana finalmente, él llamó. Le dijo que deseaba verla y sin pretextos agendaron hora, fecha y lugar.
No hicieron falta muchos eufemismos ni preámbulos. El deseo era denso y palpable, ambos lo sabían. La llevó a su casa y apenas hubo cerrado la puerta la tomó por las caderas y, apoyándola contra la pared, la levantó enredándole las piernas en su cintura. No dejaba de besarla mientas la desnudaba seguro y con manos urgentes.
Fue desenfrenado, intenso y casi desesperado. Una danza pagana de piel, sudor, uñas y dientes. No hubo palabras incómodas o torpes. No hubo preguntas ni respuestas forzadas.
Fue el primero de muchos jueves durante casi tres años. Esta nueva realidad la obligó a replantearse el concepto de amor y libertad, redefiniendo el respeto en base a la discreción.
 Fue su primer amante, la infidelidad que daría inicio a un camino de goce sin culpas. Pero no fue el último (si es que se lo preguntan).


martes, 16 de octubre de 2012

Las mujeres de Aumsville

Por Martín



Para una mujer joven ese lugar era el infierno. Se contaban historias y se desoían advertencias pero nada se supo hasta que llegó, de casualidad, un periodista perdido. Y así la televisión, y sus luces y su escándalo contaron al país eso que todos en el pueblo sabían: Aumsville registraba el número de violaciones cada mil personas más alto del mundo.

El comisionado Chesterton era un viejo sabueso sin modales y sin miedos. En dos meses de exitosa labor limpió la ciudad de atacantes. Muchos terminaron en la cárcel. Los peores fueron borrados de la faz de la tierra sin siquiera un registro que pruebe que existieron. Las mujeres se sintieron a salvo por primera vez, pero en los ojos de los hombres los policías sólo hallaron odios y amenazas.

El gobierno estaba contento con el resultado y aliviado de que ese pueblo de mierda por fin haya salido de la escena de los medios. «Cuando nos vayamos va a empezar de nuevo» pensó Chesterton, «nada más hay que ver a esos tipos semianalfabetos y aislados afilándose los colmillos.» Supo que tenía que hacer algo por esa gente, incluso cuando implicaba destruirse a sí mismo.

Un día antes del fin de la misión
 una estudiante fue atacada al salir de clases. El departamento extendió la misión por tres meses más. Chesterton se emborrachó esa noche por primera vez desde que había enviudado.

Desde entonces y cada tres meses, una mujer joven es violada en Aumsville por desconocidos que nunca son identificados. Todos están de acuerdo en que, antes de que llegue el comisionado, nunca el pueblo había estado tan tranquilo.

jueves, 11 de octubre de 2012

Armonía

Sábado a la noche de mujeres con ganas de hacer algo divertido para el blog desde Twitter. Idea: jam de escritura espontánea por turnos. 
Pero, ¿jam no significa mermelada? No entiendo.

Nos encontramos las cuatro vía Skype para superar las distancias. Nervios y emoción. Durante la semana surgió la idea de hacer un "cadáver exquisito" en vivo y espontáneo en el Timeline.

Obviamente, los primeros momentos fueron de reencuentro y ponernos al día sobre nuestras cosas.
Elegimos el momento y la manera de llevarlo a cabo. Nos faltaba todo lo demás, las variables e imponderables.
Hay historias que son fáciles de contar a muchas voces porque todos las hemos vivido y nos son comunes en la experiencia. Por eso elegimos como tema: «la despedida».

En esto de la espontaneidad y la expectativa por hacer algo nuevo se evidenciaban las maneras de reaccionar personales de cada una de nosotras: Mar, sintética y decidida; Eva, obsesiva y demorando una eternidad para apretar el enter; Noe, puteando con los caracteres que le sobraban; Clara, riéndose indecisa sobre borrar o no un error. Y todas leyendo las menciones y viendo favs y RT, que para sorpresa de nuestro juego endogámico, no se demoraron en llegar.

No fue fácil pero sí muy divertido. Totalmente espontáneo y libre de estructuras.
El resultado se los mostramos acá con los agregados de esa gente increíble que siempre está dispuesta a jugar y que nos hizo estallar en carcajadas y sorprendernos. Porque a veces más allá de la escritura y del producto final, el proceso es fundamental. No contábamos con sumar la espontaneidad de terceros que se ganaron un lugar en el final.

Y de pronto nos dimos cuenta que más allá de jugar y divertirnos nosotras, siempre te pueden sorprender  personas que, sin darse cuenta tal vez, te regalan sonrisas.

lunes, 8 de octubre de 2012

El ascenso

Por Loplau

Quizás la relación era perfecta. Ajustada a los tiempos, a nuestra realidad e inclusive a nosotros mismos. Nos reíamos desnudos. Hablábamos mucho. Comíamos en la mesita ratona del living con música de fondo y, a veces, ahí mismo bailábamos abrazados. Era un escenario fastuoso de cuatro paredes y nosotros, los mejores actores. Todavía no sé qué era más placentero: mirarnos o escucharnos. Después nos emborrachábamos en la cama y de vez en cuando, dormíamos.
La claridad y la convicción de que lo que sentíamos era amor tuvo tanta fuerza que no la pudimos dominar y quisimos más. Un rango artificial mayor, un insignificante progreso, un ascenso que nos diera importancia, calidad y reconocimiento. Había llegado el momento de abrir el telón y presentar esa obra maravillosa. Queríamos ser novios. Novios o nada. Era necesario, urgente. 
La voracidad de que el resto viera lo que teníamos, la necesidad de que aplaudan nuestro amor, nos fue convirtiendo en perversos. La gracia ya no era bailar, queríamos que nos vieran hacerlo. No queríamos más vivir nuestro romance, queríamos vivir de él. Nos olvidamos de sentir amor, solamente lo queríamos mostrar. Fue tanto el éxito, que a veces nos sentíamos cansados. Ya no nos reíamos desnudos. A menudo hablábamos. Preferíamos comer en un restaurante. Nos emborrachábamos en un bar y en la cama se dormía.
Con el recuerdo de lo que habíamos sido al principio, sumado al apuro porque nada se rompa, decidimos convivir. Una convivencia como sinónimo de progreso y no de amor. Ni siquiera de ganas. Ya no podíamos bajarnos de ese escenario. Nos fuimos convirtiendo en actores de una presumida comedia que no hacía más que alimentar un vicio, el de estar en boca de la gente. El vicio de la mujer que grita: ¡Miren, este hombre es mío! Y el del hombre que, aunque sin gritar, hace notorio que esa mujer le pertenece. No era más que eso: pertenencia. Nos pertenecíamos y nuestra pareja sólo era válida porque el resto nos asumía como tal. Aunque ya para ese entonces, nuestro amor estaba en ruinas, y nosotros, ya nos habíamos vaciado.
Hoy, nuestro amor sigue en boca de todos. Ya no nos reímos. Hablamos del clima. Comemos en el comedor. Nos besamos en público, solamente. Nos emborrachamos por separado, con nuestros amigos y seguimos durmiendo, a veces, con otras personas.