lunes, 20 de febrero de 2012

El monstruo de Escobar - Primera parte

Tomó sus pertenencias en silencio esbozando una sonrisa al caminar hacia la puerta enrejada y oscura que lo separaba de la libertad. Caminó por el pasillo y salió. Las primeras luces del día le iluminaron la cara poblada de señales de tiempo y pesar. A los 63 años aún era corpulento y atlético, sus únicos rasgos de vitalidad; la cárcel y su violencia lo habían convertido en un muerto en vida.
Con la mano ajada, de eterno herrero, se tocó el bolsillo en el que había metido el anillo de casamiento y una foto familiar, donde él, su esposa y sus dos hijos jugaban en la playa. Otros tiempos.
A cada paso aumentaba su ansiedad, habían sido demasiados años sin intercambiar palabra con nadie fuera de los límites de la prisión; tampoco tuvo relación con muchos adentro, se encerró en sí mismo, preso de su horrendo pasado. 
La última visita que había recibido, unos siete años antes, fue inesperada y desagradable. Aún recordaba el odio en la mirada de su cuñado Pedro Álvarez, cuando a través del cristal y sin saludarlo dijo:

—Desearte que te pudrás en la cárcel no es un deseo suficiente ni válido, ya estás podrido por dentro. Por tu culpa mi hermana, la madre de tus hijos, está muerta.

Impactado intentó preguntar por Marta, la mujer que tanto amó, y por su hijo menor. Pero rápidamente su cuñado agregó:

—Espero no volver a verte, me llevo a Rodrigo conmigo. Olvidate que existimos, arruinás todo lo que tenés cerca.

Transcurrieron diecinueve años desde aquella tarde que cruzó la puerta por primera vez, luego de la muerte de Natalia. Cuando finalmente se abrió la reja de la jaula suspiró con alivio, salió y caminó con firmeza, perdiéndose en la ciudad, como una sombra más.
Afuera todo era distinto a lo imaginado, había recorrido aquel trayecto en su mente durante años, sabía de memoria cada paso hacia la casa donde alguna vez fue feliz.


Apenas habían pasado las nueve de la mañana cuando la oficial Evangelina Serrefelle recibió el reporte por radio. Lo primero que pensó fue que se trataba de un habitual caso de violencia familiar producto de los vaivenes de domingo.
Llegó al lugar con su compañero Pablo Medina, unos veinte minutos después. La vieja casona, ubicada en una esquina del barrio Los Sauces, estaba repleta de gente por lo que tuvieron mucha dificultad para abrirse paso.
Ingresaron al lugar con cautela, observando con cuidado porque, a pesar de ser una mañana soleada, la casa estaba en penumbras, las ventanas cerradas y no había luz eléctrica.
En una de las pocas habitaciones que todavía se conservaban, al final del pasillo, se encontraron con la causa de semejante revuelo: un cuerpo inerte colgaba medio metro por encima del suelo, amarrado por el cuello desde la viga más alta del techo.
Medina abrió una ventana para poder ver completa la escena mientras Evangelina, quieta en su lugar, recorrió con sus ojos la habitación.
Había una cama individual de hierro forjado apostada contra la pared, una pequeña salamandra de unos cincuenta centímetros trabajada artesanalmente, con unas patas pequeñas que parecían pezuñas. Al abrir la tapa vio cenizas y restos de plástico quemado; tomó un atizador para remover las cenizas y halló restos de una foto familiar y vestigios de lo que fueran unos discos compactos. En uno reconoció el logo de una mítica banda, de la cual había escuchado un solo tema.
Levantó el taburete volcado a los pies del muerto y lo llevó junto a la estufa para compararlos. Si bien aquél tenía la mitad de altura que la estufa, eran idénticos: las patas, la forma, el diseño. Sin duda estaban hechos por las mismas manos artesanas.
Todavía parados frente al cuerpo, mirando aquel rostro desfigurado por la falta de aire, los ojos abiertos y la lengua apenas sobresaliendo de los labios violáceos, sin quitarle los ojos de encima ella dijo:

—Medina, a este tipo lo limpiaron.

La oficial Serrefelle salió de la casa para hablar con los vecinos, un par de ellos le confirmaron la historia que había llevado a Fiore, el muerto, a la cárcel. Sin embargo, ninguno supo hasta esa mañana que había sido liberado y que estaba en el barrio.
El dueño de la casa colindante le confió que el sábado por la noche había escuchado una discusión entre dos hombres. Afirmó que no le dio mucha trascendencia porque era normal que esa casa fuera ocupada por intrusos, jóvenes divirtiéndose, pequeños delincuentes o vagabundos.
Luego de los hechos, quizás aquella discusión y esas palabras tomaran otra relevancia:

— Puede que no la hayas matado, pero sigue siendo tu culpa.

Para todos en la Comisaría 1º de Escobar el de Los Sauces era un caso fácil de cerrar: un convicto, agobiado por la culpa de volver a un hogar arrasado por él, decide terminar con su vida ahorcándose en la habitación donde se desató la tragedia que lo llevó a la cárcel.
Todos estaban convencidos, todos menos la oficial Serrefelle.

—Comisario, el caso no cierra, tiene fisuras por todos lados ¿Por qué quema cosas un tipo que quiere suicidarse? ¿Por qué ocultar las causas del suicidio cuando debería explicarlas? ¿Cómo hizo para colgarse con ese taburete? ¿Estaba solo? Y lo más importante, jefe, ¿por qué un hombre que vivió 19 años el horror de la cárcel, que seguramente pasó contando los días para salir, se suicida a las 48 horas de haberlo logrado?

Velázquez quiere cerrar el caso con urgencia, pero no puede permitir que la Oficial Serrefelle con sus antecedentes, que lo dejan siempre al borde del ridículo, siga investigando extraoficialmente. Disimulando su molestia y por lo bajo, le dijo:

—Tenés hasta el viernes para traerme algo firme o lo cierro como suicidio. A nadie le importa lo que les ocurre a bestias enfermas como esta. Todos, de alguna manera, estamos agradecidos de que no esté suelto, cerca de nuestra familia y amigos.




Ya era miércoles, empezaba a quedarse sin tiempo y todavía no había indicios firmes que sirvieran para validar su corazonada; corría el riesgo del ridículo, de que hablaran por lo bajo, del descrédito de todo el Departamento de Policía. El reloj giraba demasiado deprisa y la cabeza de Evangelina no paraba; buscaba datos, algún haz de luz que la sacara de las sombras.
Después de dos días de incesante lucha había conseguido que el Archivo de la Departamental le diera en préstamo, por 24 horas, el expediente originario: «Fiore, José Alberto s/ homicidio agravado por el vínculo»; un boleto al pasado en busca de la respuesta para una muerte cercana.

Natalia Álvarez tenía 17 años cuando murió estrangulada en el cuarto de su casa. El hecho había sucedido luego una violenta discusión con su padrastro.
Según surgía de las declaraciones de Marta Álvarez - la madre de Natalia-, de Pedro Álvarez - tío de la víctima-, su mejor amiga y 2 vecinos de la familia, Natalia y Fiore habían tenido siempre una excelente relación, pero que un año antes de la muerte se había tornado hostil y conflictiva.
El cuerpo del expediente estaba lleno de datos: declaraciones testimoniales, la confesión del acusado, las pericias, los informes de ADN y una serie de fotos: de la casa del horror, del cuerpo de Natalia en la morgue y de momentos familiares de un tiempo antes de la tragedia. Demasiada información que no podía concatenarse.
Con cada página, Evangelina elucubraba una hipótesis que llevaba a Fiore a la muerte. 
Pedro había visto como su familia se desmoronaba luego de aquel día, se había transformado en sostén de su hermana y su hijo adolescente. Le sobraban motivos para matar a su cuñado.

— ¿Sería capaz de hacerlo, a riesgo de ser el principal sospechoso? No, demasiado obvio.

La venganza familiar, alimentada durante 19 años, era una alternativa muy factible, muchas vidas se habían desarmado. En ese caso habría que incluir a Rodrigo. 
Le resultaba extraño que su hijo todavía no hubiese aparecido, quizá no se había anoticiado sobre la muerte de su padre, o tal vez no le importase. Es común, en circunstancias como esta, que los familiares desconozcan y nieguen toda relación con los delincuentes; los matan en vida.

El reloj marcaba las 3 a.m., una taza de café y el cenicero cargado sobre la mesa acompañaban la búsqueda. Evangelina repasaba las declaraciones, y volvía de tanto en tanto a mirar las fotos adjuntas al expediente.
La foto del cuarto de Natalia mostraba una mesa de luz con un portarretrato, tres o cuatro discos, dos libros del colegio y una agenda abierta que tenía un post - it con una frase poco legible.

— ¿Dice te llamo?, pensaba Evangelina fijando la vista lo más posible.

Tomó la fotografía y la escaneo para ampliarla digitalmente. «Te amo», rezaba el post- it amarillo. Esa notita evidenciaba un hecho del cual no había ningún dato en el expediente: la existencia de un amor adolescente.
La resolución de la foto le permitió ver con nitidez el portarretrato sobre la mesa de luz. Natalia y Rodrigo sonreían, a pesar de la vestimenta oscura; ella, con campera de cuero negra y él, con una remera de Nirvana.
Volvió a hojear el expediente, hasta que llegó a la declaración de Rodrigo y una frase centró toda su atención:

« Puede que no la haya matado, pero sigue siendo su culpa».

 (Continuará)




1 comentario: