domingo, 21 de octubre de 2012

La caducidad del recuerdo

Por Juan Pablo

Las peores verdades son las irrefutables o, mejor dicho, aquellas por las que no podemos hacer nada y permanecen ahí; las que nos han visto nacer y nos verán morir invariables, suspendidas y eternas mientras lo finito nace, ocurre y finaliza. Quizás esa sea la pena que algún estamento divino les ha entregado para purgar, acaso, esa virtud.

El tiempo pasa. Los años lo acompañan y nosotros los vemos recorrer nuestro cuerpo. Crecemos y nos llenamos de marcas que nos lo recuerdan: las grietas que la piel gana en las comisuras de sus pliegues, los intersticios que se van completando y los vacíos que van haciéndose más amplios, los movimientos se van entorpeciendo como la tosquedad de la veta de la madera cuando le gana un poco la humedad. Aprendemos, maduramos y nos hacemos conscientes. Vivimos con la muerte como un factor inminente pero indefinido. Algunos encuentran en eso algo trágico, otros simplemente aspiran a ese momento buscando un poco de redención.

El tiempo que arruga los cuerpos también aja el recuerdo. Tal vez es una coincidencia que en este momento, mientras escribo estas líneas, suene en la lista de reproducción el Réquiem de Mozart. O tal vez no y en mi mente siempre haya estado presente. No sé, ya no sé qué es real y qué no; me es imposible determinar lo factible de lo deseado; lo transcurrido de la fantasía. No puedo afirmar, a ciencia cierta, si el aroma que asocio a tu pelo sea el tuyo o sea el de los malvones del vivero de la calle Baradero. No puedo acordarme si lo que charlamos esa última vez era tal como lo recuerdo o si sólo le puse alguna nota al pie a una escena que fue silencio y despedida. Creo, con una angustia rotunda, que la mayoría de las cosas que pienso las he volcado más desde un lugar literario y mágico que desde la realidad misma.

El tiempo ha ajado mi memoria y esta, quizás, sea la pena que yo mismo debo sostener. La lluvia que hoy veo probablemente la hayamos visto juntos, golpeando incesante sobre las hojas del limonero del patio, el que usa Luna como paraguas cada una de las veces que ocurre. Estoy convencido que este cielo ya lo vimos y hoy, tanto tiempo después, le otorgo a las nubes la misma y caprichosa forma que le supimos dar ese día de enero que seguramente tampoco ocurrió.

Mi condena no es cargar con la finitud de la vida sino con la caducidad de los recuerdos. Es probable que el vicio de escribir me haya convertido en un redactor de grandes anécdotas que no lo han sido tanto. Es probable. Lo real es que ya no te recuerdo tan claramente como quisiera. Sé tu nombre, la edad que tendrías, tu número de documento y hasta recuerdo el número de legajo que tenías en tu trabajo. La fecha en que te casaste y la fecha en que te fuiste. Pero las matemáticas no me ayudan a recordar el tenor de tus abrazos, la calidez de las palabras que lanzabas cuando me mirabas a los ojos, la duración de los momentos que pasamos mirando el ventilador mientras escuchabas conmigo algún partido de Talleres, las innumerables discusiones estériles que manteníamos aferrados a la excusa del temperamento; ya no recuerdo si las caricias en mi pelo las hacías con la mano derecha o con la izquierda o la tibieza que dejabas en la silla donde te sentabas; no recuerdo eso y tantas otras cosas más. Las nimiedades más absurdas que, a veces, son las más importantes. El tiempo pasa y el ayer apenas es una mera construcción narrativa que te enaltece más allá de lo que vos misma desearías, lo sé.

Y llega así este día y te recuerdo, con la triste convicción de que el resto del año lo hago cada vez menos o con menor intensidad. El tiempo me atraviesa la carne como un puñal de filo tramposo y quirúrgico que apenas alcanzo a percibir una vez al año, recién cuando veo el mango hacer tope contra mi esternón y me cargo de angustia y de culpa.

Las peores verdades son las irrefutables. El tiempo pasa y eventualmente moriremos, pero lo que vivimos nos va abandonando antes para que no olvidemos que tenemos fecha de vencimiento. Aprendí que esa pena es lo que debo cargar mientras viva, pero también aprendo cada día que la muerte se parece menos a la tragedia y más a la posible redención de tu abrazo. Entonces la espero sin miedo. Como el guerrero que cuida el bosque esperando que otro venga a matarlo para ocupar su lugar. Estoicamente. Sabiendo que el fin está cerca y que un nuevo comienzo, también.

2 comentarios:

  1. Me hicieron llorar, me vino por asociación la ausencia reciente de mi papá. Amé descubrirlas. <3

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  2. ¡Excelente! Tantas cosas implícitas, tantas verdades en cada una de tus palabras...
    Mis felicitaciones a vos, Juan Pablo, por este relato tan prodigioso.

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