por @Angus__
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Fotografía de Cyril Byrne |
Hay quienes dicen que fue hace muchos años, algunos sostienen que no pasó tanto
tiempo y otros, los menos, aseguran que el herrero aún no nació pero que lo
hará y vivirá de acuerdo a esta historia (para ellos, profecía). La habitual aplicación
del sistema de mayoría simple ha resultado en que la tradición oral, por la
cual llegó a mis oídos el siguiente relato, lo trate de pretérito. Sobre el
resto no existen más que algunas disgresiones anecdóticas entre las distintas
facciones. Concuerdan todos en que el herrero era un hombre triste o, más bien,
un melancólico resignado a una tristeza que no disfrutaba pero reconocía, no
solo como propia sino también constitutiva, característica, definitoria. Tanto
que el hombre dedicaba muchas horas a escribir sobre su tristeza (declaraciones
de vecinos y de algunos clientes que no pudieron ser, sostienen que llegó a
pasar varias semanas escribiendo, encerrado, hasta que el hambre lo obligaba a
encender la fragua otra vez).
En su último (y quizás el único) retiro prolongado el invierno lo sorprendió
con el estómago vacío y sin leña. Atormentado por el hambre ideó una solución:
quemaría algunos de sus escritos para cocinar una sopa y con algo caliente en
el estómago saldría a buscar leña para poder reactivar el negocio. Usar
cuadernos en blanco le pareció un despropósito; no quiso quemar posibilidades.
Buscó una carretilla y la cargó con los más antiguos, aquellos en los que ya
casi no se reconocía; fue hasta la cocina, hizo una pila en la hoguera y los
encendió. A esta altura del plan, que estaba cumpliendo perfectamente, se
detuvo.
Había comenzado a sentirse mejor pero no podía continuar
con la sopa; no ahora que una duda lo asaltaba, no ahora que una línea de
pensamiento le señalaba una hipótesis. Se volvió sobre la carretilla, tomó
algunos cuadernos más y los arrojó al fuego. La inmediata sensación de
bienestar le sirvió como prueba rotunda: quemar aquellas hojas de alguna manera
lo hacía sentir bien; el fuego cambiaba tristezas por felicidad; olvidó el hambre
y el frío; buscó más cuadernos. La tercera carretilla lo encontró cantando. No
pudo dejar de bailar mientras arrojaba los cuadernos recolectados en su quinta
incursión a la biblioteca. Al séptimo viaje la euforia ya se había apoderado de
él; era un autómata adicto a la felicidad.
Notó que recuperaba la lucidez cuando se vio observando el fuego que ya
consumía las últimas páginas. Quemó cuadernos en blanco y solo logró descubrir,
confirmando sus sospechas, que no funcionarían de la misma manera. Quiso volver
a escribir sus páginas más recientes pero no recordó absolutamente nada.
Consideró y descartó la idea de escribir tristezas inventadas. Nuevo plan:
esperar. El frío y el hambre no tardarían en retomar el control, entonces
podría escribir nuevamente, llenaría nuevas páginas con tristezas que arrojaría
a la hoguera para cambiarlas por alegrías. Esperó algunos minutos pensando en
la secuencia que seguiría, anticipándose un instante a cada consecuencia. Las
anunció mentalmente e inmediatamente ocurrieron: ligera sensación de frescura,
leve inquietud, incipiente molestia estomacal, enfriamiento de nariz y orejas,
asomo de nerviosismo, dolor de estómago, escalofríos, acidez. ¿Combustión
espontánea? Desconcierto, comprensión plena, nada.