lunes, 23 de julio de 2012

Jugar a la casita

No bien se cerró la puerta y hube de quedarme sola, preparé unos mates y respiré hondo. Me miré fijo en el gran espejo del living y dije (en voz alta para darle mayor credibilidad): 
—Ahora vivís sola. Sos tu propia madre.

Convencida de que en esta etapa sería más responsable emprendí la tarea de acomodarme al espacio desconocido y a los nuevos ruidos, porque vivir en un departamento implica convivir no sólo con un montón de gente sino también con sonidos varios. Y allí estaba, desayunando con la discusión del matrimonio de arriba, almorzando con el noticiero de la viejita sorda de al lado y con el placer de la chica y su novio a toda hora. Sola y a la vez acompañada.
Superada la cuestión espacial de mi cocina (minúscula, pero para mí sola creo que estaba bastante bien) iba a poder lucirme gracias a toda la experiencia recogida observando a mis abuelos cocinar durante años. No, no salió como pensaba: los primeros fideos fueron muy (destaco muy) al dente y comí infinidad de revueltos de papa hasta que encontré el punto justo de la tortilla. Y nada de andar desperdiciando el dinero, porque los primeros dos meses, por un pequeño error de cálculo, la mensualidad duró diez días. Por suerte, mi madre venía a visitarme cada quince días  y compraba víveres como para tres meses que, con un poco de suerte, no se ponían feos en el intento terminando en la basura. Ella también tuvo que aprender de mi nueva etapa.
La fantasía de la independencia dura dos domingos, día en el que querés que te despierten al grito de «ya está la comida» a pesar de cualquier resaca, tener la ropa con olor a limpio doblada en el placard y no sentirte un esclavo de tanto silencio.
Muy lentamente —y contra todo pronóstico— las paredes de tu nuevo hogar dejan de verse pálidas, aprendés a querer los ruidos ajenos e incorporás los propios (cuenta la leyenda que quien vive solo suele prender la tv o la radio sólo para sentir una compañía) y a veces no te parece tan mala idea el silencio sepulcral.


Un día, mágicamente, volvés a tu antigua casa a pasar un mes de vacaciones… y a la semana querés volver a las cuatro paredes de siempre. Ahí te das cuenta que superaste la prueba: tu casa es ahora tu espacio. Empezás a organizarte para que el hogar y la billetera no parezcan de post guerra; los domingos, con o sin resaca, desayunás y almorzás en un solo acto y te malcriás como tus padres lo harían. 
Ese, tu lugar, se transforma en una imitación del de tus padres pero más moderno y decorado según tus gustos. Lejos y absurda te resulta la idea de convertirlo en un antro de excesos, al menos no los siete días de la semana.
Y así te hacés dueño de tu vida, musicalizando el desayuno y la discusión del matrimonio de arriba, almorzando  y estudiando con el noticiero de la viejita sorda como si fuera una brisa y con el placer de la chica y su novio como un despertador y/o una excusa para salir de casa ( hay que ser tolerante pero no masoquista). Sola y acompañada, cuando y con quién tenés ganas.


Durante mi estadía no recibí quejas y ningún vecino me retiró el saludo, ni siquiera la señora del 7mo. piso que arrojó 3 litros de agua en mi patio sugiriendo que bajara el volumen de la música aquel martes promediando las 4 de la madrugada.
En definitiva, creo que no fui tan mala propia madre… y me independicé de ese rol sin necesidad de mudarme nuevamente.


1 comentario:

  1. muy bueno! muy lindo también, que tema la independización jajaja! Besos

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