
Tenía los ojos de un color muy parecido al del
cielo, se llamaba José.
Fue amor a primera vista, que ahora que lo pienso
una le llama así a una serie de elucubraciones bastante frágiles que se hace
con el otro basadas en la nada. —Hacerse los rulos—diría mi abuela.
En ese momento para mí el amor a primera vista era
ver más allá.
Y yo vi.
Afortunadamente todos los días compartíamos espacio
y tiempo, yo – y los que me conocen saben que esto es heroico – empecé a
levantarme más temprano para cuidar obsesivamente algunos detalles de mi
apariencia: me lavaba los dientes, sonreía en el espejo fingiendo situaciones
en las que él me hablaba y entraba sigilosamente en la habitación de mi abuela a robar unas
gotitas de su colonia favorita, para colocarlas siguiendo la sabiduría
popular, una detrás de cada oreja.
Un día estábamos en plena labor cuando una chica se
acercó a él, lo saludó y se abrazaron efusivamente.
Sentí en la panza una mezcla de sensaciones
desagradables como si se me prendiera fuego todo por dentro y de repente
tuviera la necesidad imperiosa de gritar. No grité, ni me quemé, pero fue complicado
soportar así nomás que aquellos ojos de color muy parecido al del cielo miren
con una especie de admiración y agrado hacia otro lugar, otra persona.
Estuve por un tiempo sombría y callada, apenas
tenía hambre y daba vueltas todas las noches en la cama, pero siempre más para
mi mal que para mi bien; he sido mujer de armas tomar o un hueso duro de roer,
como me decía mi abuela asiduamente.
Una mañana como cualquier otra, que transcurría
entre bostezos y ausencia de sobresaltos, la misma chica de antes se acercó a
José y se pusieron a conversar olvidándose del mundo. (De mí, ¿para qué vamos a
engañarnos?, si era lo único que me importaba).
Esta vez, sin embargo, a pesar del ardor en la panza
me paré y dije en voz alta y temblorosa:
—José, yo quiero ser tu novia.
Después de eso, recuerdo vagamente y sin precisión
lo que ocurrió: risas generales, los ojos de José mirándome entre preocupado y
sonriente y yo sintiendo su cielo más lejano que nunca. Mis cachetes hirviendo
aliviados apenas, por unas lágrimas corriendo por mi cara. Creo haber salido
corriendo.
Y de lo que no pude escapar fue de llevar en el
cuaderno de comunicaciones la siguiente nota:

Que texto, Genia! Viajaria a darle un abrazo consuelo, aunque no fuere o no verdad :)
ResponderEliminarLe quiere, #Chiva
Gracias mi amigo!! Siempre es un gustazo que pases a leernos.
EliminarEn lo personal es un honor que seas mi amigo.
Lo más tremendo del cuento es que el fuego de esa niña seguirá prendido aún cuando tenga 100 años!
ResponderEliminarSi no fuera yo, te diría que es una bendición.
EliminarSi fuera yo te diría que a veces es lindo arder moderado.
Gracias por leer.
Saludos.
ah nono! me mori!! jajajaja muy bueno!! me re gusto! :) Besos
ResponderEliminarSapa! Qué linda que sos siempre con nosotras, te lo dije en privado, te lo digo en público y todos los días: se agradece tu compañía.
EliminarBesote.
Eva,
ResponderEliminarSe conoce la vergüenza por lo que se arriesga. Lo desvergonzado viene con el tiempo y seguir apostando, escribir sobre ella es también serrucharle el piso.
Linda historia
Salut,
arrabal.
Creo que con el paso del tiempo aprendí a sonrojarme menos y a arriesgarme con red, cosas de la vida.
EliminarPor ahí vuelve lo desconocido a tentarme, por ahí...
Salud, Luciano querido.