En el pabellón de visitas, Gustave se acomodó sobre
un taburete de pino y se dejó caer sobre la larga mesa abatido. De tanto en
tanto se llevaba un pañuelo a la frente para enjugar el sudor. Estaba allí para comprobar la coincidencia en la que había reparado su amigo, el periodista Victor
Craven.
Dos meses atrás, Gustave había enviado una carta a Victor
que comprendía un relato inacabado de su autoría y una breve misiva donde
solicitaba su ayuda sobre ciertas dificultades técnicas que lo demoraban en la
escritura. Un par de semanas después obtuvo una respuesta insospechada. Victor
le agradecía, no sin sorna, por haber elegido como eje de su relato un caso policial que él
hubo cubierto cuando trabajaba en Le
Parisien libéré. Para su
desconcierto, en el sobre se adjuntaban fotocopias de los artículos
periodísticos.
Por un momento Gustave pensó que era una picardía de
su amigo, también especuló conque el relato
quizá fuera fruto de su distracción. Renunció a tales ideas el día siguiente, cuando
dio con el caso, al llevar a cabo un examen minucioso en el archivo del
periódico, y notó que las referencias, desde los personajes y las
circunstancias hasta los espacios y los tiempos, eran fieles a las de su
historia.
Jamás había leído la noticia, si bien encajaba de
forma precisa con la maquinaria de su propio cuento. Los acontecimientos se
duplicaban prodigiosamente en ambas dimensiones: la ficción y la realidad. Gustave
no pudo sino convencerse de que los hechos reales eran producto de su pluma.
El caso grosso modo era el siguiente:
El terrateniente François Roche había sido
asesinado de siete puñaladas en su château
rural del Valle del Loira. Las huellas dactilares halladas en el arma homicida atribuían
el salvajismo a Jean Croze (joven amante de Céline Benoît, la esposa del
magnate), quien ahora cumplía condena en Fleury-Mérogis. Céline permanecía internada,
tras una crisis nerviosa, en un hospital psiquiátrico de la Rive gauche de París.
Gustave, fascinado por la casualidad (o, acaso este
término sea más apropiado, la causalidad), ideó un viaje al distrito de Évry para
visitar a Jean, su personaje, en prisión.
Ahora lo esperaba, con la cabeza entre sus brazos, tras
una dura madrugada destinada a la tarea –inútil, ya que no lo consiguió– de
culminar el cuento; apenas había dormido un cuarto de hora durante el viaje en tren.
Al otro extremo del oscuro corredor, Jean franqueó
las rejas, escoltado por un guardia y esposado de manos. Se sentó frente a
Gustave, quien atónito reconoció sus rasgos: los ojos afilados, la quijada
rectangular y autoritaria, la cicatriz sobre la ceja derecha, el cabello
renegrido... Tal cual lo había imaginado.
El escritor, que luego de unos titubeos simuló ser el
nuevo abogado de Jean, escuchó la historia en boca de su personaje. El
prisionero repasó el caso, con lujo de detalle, ignorando que Gustave era su
creador. Al finalizar el tiempo de visita, Gustave se retiró desconcertado,
pero no sin la convicción de que el destino de aquel hombre estaba en sus manos.
En el hotel se resolvió a finalizar el relato. Frente
a su Olivetti escribió cuanto se le vino a la cabeza, sin detenerse en asuntos
frívolos ni accesorios. Hacia las cuatro de la madrugada, fatigado, se quedó
dormido.
El servicio de habitación lo despertó cerca del
mediodía. Exaltado se incorporó, guardó el cuento en un bolsillo de su levita y
salió de la habitación. En el bar del hotel pidió un café irlandés y el
periódico del día. Se topó con la noticia en primera plana. Jean se había fugado
de la cárcel y la Sûreté Nationale estaba tras sus pasos. Indagó el
artículo para verificar los detalles que había urdido durante la víspera, pero para
su asombro no dio con ellos. Cuando desplegó el cuento, notó que aún no los
había escrito. A su pesar, ya era muy tarde para hacerlo; el tiempo corría a
contrarreloj para Jean, debía actuar pronto. Pagó el café y con el cambio hizo
una llamada desde la cabina telefónica de la esquina.
—El cuerpo de Céline Benoît fue arrojado al Sena
desde el Pont Saint Michel— dijo con un tono forzado y colgó.
Volvió al hotel y en su habitación se deshizo del
relato, entregándolo a las llamas, como hubiera hecho un abogado defensor con
las pruebas incriminatorias de su cliente. Acto seguido, armó sus maletas y se
retiró.
Cinco días después, en su departamento de Montpellier,
oyó la noticia en la radio. Habían hallado el cadáver de Céline y aún continuaba
la pesquisa de Jean. Gustave sonreía displicente, mientras imaginaba a la
policía en la perpetua busca de un fantasma.
Alplax es un relator de paladar. Es fino. Es preciso. No gasta letras en descripciones innecesarias y logra capturar.
ResponderEliminarEs un placer leerlo.
Ojalá pase seguido por acá.
Genial! muy bueno! :)
ResponderEliminarUn relato elegante e intenso, breve y certero como una estocada. El crimen sería no leerlo. Felicitaciones, Alplax.
ResponderEliminarExcelente!!
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