lunes, 16 de julio de 2012

El caso Jean Croze

Por Alplax2mg




En el pabellón de visitas, Gustave se acomodó sobre un taburete de pino y se dejó caer sobre la larga mesa abatido. De tanto en tanto se llevaba un pañuelo a la frente para enjugar el sudor. Estaba allí para comprobar la coincidencia en la que había reparado su amigo, el periodista Victor Craven.
Dos meses atrás, Gustave había enviado una carta a Victor que comprendía un relato inacabado de su autoría y una breve misiva donde solicitaba su ayuda sobre ciertas dificultades técnicas que lo demoraban en la escritura. Un par de semanas después obtuvo una respuesta insospechada. Victor le agradecía, no sin sorna, por haber elegido como eje de su relato un caso policial que él hubo cubierto cuando trabajaba en Le Parisien libéré. Para su desconcierto, en el sobre se adjuntaban fotocopias de los artículos periodísticos.
Por un momento Gustave pensó que era una picardía de su amigo, también especuló conque el relato quizá fuera fruto de su distracción. Renunció a tales ideas el día siguiente, cuando dio con el caso, al llevar a cabo un examen minucioso en el archivo del periódico, y notó que las referencias, desde los personajes y las circunstancias hasta los espacios y los tiempos, eran fieles a las de su historia.
Jamás había leído la noticia, si bien encajaba de forma precisa con la maquinaria de su propio cuento. Los acontecimientos se duplicaban prodigiosamente en ambas dimensiones: la ficción y la realidad. Gustave no pudo sino convencerse de que los hechos reales eran producto de su pluma.
El caso grosso modo era el siguiente:
El terrateniente François Roche había sido asesinado de siete puñaladas en su château rural del Valle del Loira. Las huellas dactilares halladas en el arma homicida atribuían el salvajismo a Jean Croze (joven amante de Céline Benoît, la esposa del magnate), quien ahora cumplía condena en Fleury-Mérogis. Céline permanecía internada, tras una crisis nerviosa, en un hospital psiquiátrico de la Rive gauche de París.
Gustave, fascinado por la casualidad (o, acaso este término sea más apropiado, la causalidad), ideó un viaje al distrito de Évry para visitar a Jean, su personaje, en prisión.
Ahora lo esperaba, con la cabeza entre sus brazos, tras una dura madrugada destinada a la tarea –inútil, ya que no lo consiguió– de culminar el cuento; apenas había dormido un cuarto de hora durante el viaje en tren.
Al otro extremo del oscuro corredor, Jean franqueó las rejas, escoltado por un guardia y esposado de manos. Se sentó frente a Gustave, quien atónito reconoció sus rasgos: los ojos afilados, la quijada rectangular y autoritaria, la cicatriz sobre la ceja derecha, el cabello renegrido... Tal cual lo había imaginado.
El escritor, que luego de unos titubeos simuló ser el nuevo abogado de Jean, escuchó la historia en boca de su personaje. El prisionero repasó el caso, con lujo de detalle, ignorando que Gustave era su creador. Al finalizar el tiempo de visita, Gustave se retiró desconcertado, pero no sin la convicción de que el destino de aquel hombre estaba en sus manos.
En el hotel se resolvió a finalizar el relato. Frente a su Olivetti escribió cuanto se le vino a la cabeza, sin detenerse en asuntos frívolos ni accesorios. Hacia las cuatro de la madrugada, fatigado, se quedó dormido.
El servicio de habitación lo despertó cerca del mediodía. Exaltado se incorporó, guardó el cuento en un bolsillo de su levita y salió de la habitación. En el bar del hotel pidió un café irlandés y el periódico del día. Se topó con la noticia en primera plana. Jean se había fugado de la cárcel y la Sûreté Nationale estaba tras sus pasos. Indagó el artículo para verificar los detalles que había urdido durante la víspera, pero para su asombro no dio con ellos. Cuando desplegó el cuento, notó que aún no los había escrito. A su pesar, ya era muy tarde para hacerlo; el tiempo corría a contrarreloj para Jean, debía actuar pronto. Pagó el café y con el cambio hizo una llamada desde la cabina telefónica de la esquina.
—El cuerpo de Céline Benoît fue arrojado al Sena desde el Pont Saint Michel— dijo con un tono forzado y colgó.
Volvió al hotel y en su habitación se deshizo del relato, entregándolo a las llamas, como hubiera hecho un abogado defensor con las pruebas incriminatorias de su cliente. Acto seguido, armó sus maletas y se retiró.
Cinco días después, en su departamento de Montpellier, oyó la noticia en la radio. Habían hallado el cadáver de Céline y aún continuaba la pesquisa de Jean. Gustave sonreía displicente, mientras imaginaba a la policía en la perpetua busca de un fantasma.


4 comentarios:

  1. Alplax es un relator de paladar. Es fino. Es preciso. No gasta letras en descripciones innecesarias y logra capturar.
    Es un placer leerlo.

    Ojalá pase seguido por acá.

    ResponderEliminar
  2. Un relato elegante e intenso, breve y certero como una estocada. El crimen sería no leerlo. Felicitaciones, Alplax.

    ResponderEliminar